Friday, November 23, 2007

Arjé


Está sentada al borde de una roca, en lo alto de la montaña. No tiene nombre, edad, identificación. Tiene en su rostro dibujada una única actitud: la de la espera. A su espalda, la oscuridad del universo.
A los costados de la piedra se disuelven dos valles, profundos. El de la derecha explota en verdes frondosos y azules cristalinos. Es el valle más grande que ella recuerda haber visto; es también el más cercano, el que la abraza y cobija entre nubes algodonosas mezcladas con algo de paz.
El valle de la izquierda es más angosto y profundo. También florece y corre entre las piedras, pero allí las flores se entrelazan con los árboles caídos, se enredan con las piedras, el río. Las ramas se sumergen en la frescura buscando nuevas fuentes de respiración. Las ramas quieren aspirar el azul del río.
Ambos valles la vieron partir. Ellos la elevaron hace millones de años hasta la roca desde la cual ahora los observa. Pasaron aires diferentes, fuegos, polvo, agua. Cada uno se abrió paso desde su costado derecho. Desde la otra parte nacía y moría la luz del sol, sólo eso. Aprendió de a poco a crear la vida a través de sus ojos. Evocaba imágenes que se desplegaban en abanicos en su mente. Con el tiempo ya no fue necesario moverse. Había aprendido el arte de desgajar sus propias hojas y convertirlas en torrente. Supo también cómo provocar aludes y heladas gigantescas. Desde la cima, ella podía deslucir los colores de ambos valles. Sin embargo, inmóvil, los observa. Tiene el poder de la destrucción en sus manos, el poder de la creación. Puede secar, ahogar, helar, quemar, siempre presente. Ella puede reinar desde la roca, pero no puede moverse, dejar de observarlo todo. Está condenada a permanecer allí, la vista fija en dos profundos abismos nacidos de ella misma. A su espalda, la oscuridad del universo. Los carmines de sus pétalos recortan la negrura.