Saturday, March 11, 2006

De por qué el anacronismo de los espejos.


Eran las once y veinte de la noche en Argentina. La habitación era apenas rectangular, casi cuadrada. Dos camas chicas, una cajonera, un escritorio y una cómoda antigua integraban el mundo de cuatro paredes. Los techos ahora eran bajos, ya no los de antes. Una araña oxidada mantenía las luces encendidas. Las paredes permanecían casi como hace más de noventa años, cuando la casa había sido construida. Algunos cuadros manchaban de rojo y amarillo el gris descascarado por los años. A una altura de un metro y medio sobre el nivel del suelo se levantaban paneles de machimbre que escondían la parte más derrumbada de las paredes. El escritorio había sido, en otro tiempo, el soporte de una máquina de coser a pedal. Era un escritorio, ahora, a pedal. La cómoda permanecía ajena al paso del tiempo. Un espejo grande, circular, de un metro de diámetro, coronaba los cajones y demás estantes llenos de colonias y desodorantes en colores pasteles. La cajonera y las camas tenían, también, varios años de uso; quién sabe cuántos de construcción.
Todo en esa habitación era anacrónico. La pretendida posmodernidad de las calles se colgaba en algún clavo, se asentaba cerca de una ventana larga y pesada, reposaba en la mesa de luz, entre Cortázar, Piglia, Octavio Paz. Sí, todo ahí constituía un anacronismo. Hasta ella, con su cigarrillo en la mano, acostada boca arriba, leyendo.
Eran las once y media de la noche y ella leía, esperando la llegada de una amiga que no llegaba. Terminó un cuento, otro, ambos breves. Terminaba también un cigarrillo, ya sin leer, cuando vio las manchas en el espejo. El espejo de la cómoda estaba sucio, lleno de marcas de grasa, manos, dedos, uñas, polvo. Claro, si ni recordaba la última vez que lo había limpiado. Se levantó y acercó a su reflejo. Pasó la mano sobre él. Estaba muy sucio. Fue entonces a la cocina, sacó el limpiavidrios de la mesada, buscó un trapo, unas servilletas de papel y volvió frente a él.
Qué mugre. Se miraba y sonreía. Entonces roció la superficie con el líquido y comenzó a pasar el trapo. Hasta las paredes parecían blanquearse. Terminó con el trapo y secó el resto con las servilletas. Alguien le había dicho que el papel dejaba menos vetas y pelusas. Concentrada en su trabajo, no oyó los golpes en la puerta.
Terminó. Miró su reflejo mientras se corría, ansiosa, algunos pelos enganchados en la cara. Se paralizó. No sólo las paredes habían aclarado: su palidez era de muerte, sus ojos tristes, su pelo desordenado y añejo. No era ella, era otra. Otra, blanca, pulcra; otra, arrugada y de otros tiempos. Se miraba a los ojos y no se encontraba; no encontraba aire que respirar y sonaba la puerta anunciando la llegada de la amiga de la otra, no de ella, esa ella nueva.
Se ensució las manos con el polvo del piso y las pasó sobre el espejo. Manchó la superficie con aceite, huellas, ceniza. No había manera de hacer regresar a la amiga de la joven que golpeaba más fuerte la puerta de calle. Lloraba implorando su regreso, golpeaba el espejo, golpeaba fuerte el reflejo y lo deshizo, chorreando de sangre y de imágenes entre los golpes cada vez más fuertes. Las manos ensangrentadas se clavaban las astillas. La cara roja y deforme y los golpes y la sangre y no era ella, era otra, esa ella nueva, anacrónica, acostada entre los vidrios brillantes de una vieja cómoda, entre la sangre que avanzaba por el piso, la sangre que sonaba al compás de los golpes de una desconocida, en los golpes de la puerta de calle.

1 Comments:

Anonymous Anonymous said...

voy a probar con señales de humo...

6:40 PM

 

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