Wednesday, November 30, 2005

Una llamada.


Escuché su voz en el teléfono sin creer que era él. Había llamado. Ayer supo el número y hoy estaba ahí, haciendo vibrar los hilos conductores con los cuales se transmite a distancia la palabra y toda clase de sonidos por la acción de la electricidad. La famosa electricidad en el aire, ahí estaba. Preguntó detalles banales que bien sabía podía conseguir en otro lado. Las ondas de voz hicieron vibrar el disco de plástico, logrando que éste se mueva y, a su vez, mueva el disco de metal. Varió la intensidad del campo eléctrico, llegó la energía hasta el receptor, hasta mí. No era yo el blanco del sonido de su voz. Sin embargo, el pensamiento, la decisión de marcar, el marcado, la espera de los tonos de llamada, y a ver cuántos tonos esperó antes de cortar... pero no cortó. Dejó trabajar a la pareja de electroimanes que hacían temblar un diafragma metálico. Y yo en el medio de semejante explosión de voltios, deseando que la pareja imantada hubiese estado acá, ahora, disfrutando el orgasmo de energía que gritaba por salirse del aparatito. No debía ser yo la receptora de su voz electrovóltica, onda de plástico-metal intensa que llegaba a mi cocina.
La cuestión resultó, entonces, meramente formal: él me dejó sus ondas en el tubo del teléfono y yo hice otro tanto. Fue un fracaso sexual imperdonable, derroche de diafragmas que no cumplieron su rito. La llamada, marcada y enviada hasta una estación de conexión computarizada, reenviada luego automáticamente al número local que él marcó, el de mi cocina, no tuvo éxito. Interruptores, redes de conexión, ondas, discos, todo se desvaneció en el aire. Pero él había hablado. Jugando con la electricidad, entre el enredo de cables, me descargaba un rayo para transmitírselo a ella.
Era hora, entonces, de levantar el tubo de mi cocina, marcar, esperar los tonos, hacer vibrar los hilos conductores para transmitirle a ella su palabra, la del que ayer supo el número y hoy ejecutaba la llamada.


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