Wednesday, November 30, 2005

La amistad ante todo... disfrutando del sol de Arroyo Corto y esperando el tren.

Pescador.


Un nene, jugando con una ramita a ser pescador, pescó un resfrío. Un resfrío chiquitito y peludo que se retorcía atrapado entre las hojas de la rama.
-Pobrecito-
El resfrío se convulsionaba en estornudos. El nene lo miró, triste, y lo ayudó a escapar. Lo tomó con las dos manos y con mucho cuidado lo devolvió al río. Luego estornudó y se rió. Después de todo, era sólo un resfrío.

20 de enero
A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente odiarla tanto, aborrecer las manos que la tiran al suelo y también a ella, a ella todavía más porque le pegan, porque soy yo y le pegan. Ah, no me desespera tanto cuando estoy durmiendo o corto un vestido o son las horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o al chico de los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa personal, yo conmigo; la siento más dueña de su infortunio, lejos y sola pero dueña. Que sufra, que se hiele; yo aguanto desde aquí, y creo que entonces la ayudo un poco. Como hacer vendas para un soldado que todavía no ha sido herido y sentir eso de grato, que se le está aliviando desde antes, previsoramente. Que sufra. Le doy un beso a la señora de Regules, el té al chico de los Rivas, y me reservo para resistir por dentro. Me digo: «Ahora estoy cruzando un puente helado, ahora la nieve me entra por los zapatos rotos». No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que en algún lado cruzo un puente en el instante mismo (pero no sé si es el instante mismo) en que el chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado. Y aguanto bien porque estoy sola entre esas gentes sin sentido, y no me desespera tanto. Nora se quedó anoche como tonta, dijo: «¿Pero qué te pasa?». Le pasaba a aquella, a mí tan lejos. Algo horrible debió pasarle, le pegaban o se sentía enferma y justamente cuando Nora iba a cantar a Fauré y yo en el piano, mirándolo tan feliz a Luis María acodado en la cola que le hacía como un marco, él mirándome contento con cara de perrito, esperando oír los arpegios, los dos tan cerca y tan queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo sobre ella y justo estoy bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de Luis María. Porque a mí, a la lejana, no la quieren. Es la parte que no quieren y cómo no me va a desgarrar por dentro sentir que me pegan o la nieve me entra por los zapatos cuando Luis María baila conmigo y su mano en la cintura me va subiendo como un calor a mediodía, un sabor a naranjas fuertes o tacuaras chicoteadas, y a ella le pegan y es imposible resistir y entonces tengo que decirle a Luis María que no estoy bien, que es la humedad, humedad entre esa nieve que no siento, que no siento y me está entrando por los zapatos.

Fragmento de "Lejana", Julio Cortázar

Una llamada.


Escuché su voz en el teléfono sin creer que era él. Había llamado. Ayer supo el número y hoy estaba ahí, haciendo vibrar los hilos conductores con los cuales se transmite a distancia la palabra y toda clase de sonidos por la acción de la electricidad. La famosa electricidad en el aire, ahí estaba. Preguntó detalles banales que bien sabía podía conseguir en otro lado. Las ondas de voz hicieron vibrar el disco de plástico, logrando que éste se mueva y, a su vez, mueva el disco de metal. Varió la intensidad del campo eléctrico, llegó la energía hasta el receptor, hasta mí. No era yo el blanco del sonido de su voz. Sin embargo, el pensamiento, la decisión de marcar, el marcado, la espera de los tonos de llamada, y a ver cuántos tonos esperó antes de cortar... pero no cortó. Dejó trabajar a la pareja de electroimanes que hacían temblar un diafragma metálico. Y yo en el medio de semejante explosión de voltios, deseando que la pareja imantada hubiese estado acá, ahora, disfrutando el orgasmo de energía que gritaba por salirse del aparatito. No debía ser yo la receptora de su voz electrovóltica, onda de plástico-metal intensa que llegaba a mi cocina.
La cuestión resultó, entonces, meramente formal: él me dejó sus ondas en el tubo del teléfono y yo hice otro tanto. Fue un fracaso sexual imperdonable, derroche de diafragmas que no cumplieron su rito. La llamada, marcada y enviada hasta una estación de conexión computarizada, reenviada luego automáticamente al número local que él marcó, el de mi cocina, no tuvo éxito. Interruptores, redes de conexión, ondas, discos, todo se desvaneció en el aire. Pero él había hablado. Jugando con la electricidad, entre el enredo de cables, me descargaba un rayo para transmitírselo a ella.
Era hora, entonces, de levantar el tubo de mi cocina, marcar, esperar los tonos, hacer vibrar los hilos conductores para transmitirle a ella su palabra, la del que ayer supo el número y hoy ejecutaba la llamada.